jueves, 5 de septiembre de 2013

Sed

           Aparcó donde pudo y se lanzó ansioso por las calles en busca de algún establecimiento donde pudiera beber lo que fuera. Había recorrido kilómetros y kilómetros perdido por aquella estrecha, sinuosa y solitaria carretera que le condujo hasta un pueblo olvidado que no tenía ni nombre, ya que ningún cartel indicador a la entrada lo revelara.


    
    Tenía la boca y la lengua resecas y su cuerpo reclamaba con urgencia algo líquido. Se alegró cuando sus ojos leyeron: BAR, pero al llegar a la puerta lo halló cerrado. Buscó un supermercado y tuvo igual suerte. Entonces se percató de la terrible realidad: que eran las tres de la tarde del  mes de agosto y que estaba en un pueblo mediterráneo soportando una temperatura superior a 45º C. Todo lo cual hacía que a esa hora los habitantes del lugar estuvieran protegiéndose del caluroso clima dentro de sus hogares, durmiendo la siesta o amodorrados y traspuestos ante el televisor recostados en sus cómodos sillones.


          Siguió vagando hasta llegar a una plaza en la que en el centro había una fuente. Sintió gran alivio puesto, que por fin, podría beber. A pesar de que no salía nada de sus surtidores supuso que habría agua estancada debajo de aquellos, -tal era su desesperación que no le importaba que estuviese corrompida-, y cuando llegó con el rostro acalorado y la cabeza ardiendo se encontró con un vacío recipiente de cemento.



 
 
           Atravesó la plaza recibiendo los implacables rayos solares con toda su intensidad y se encaminó hacia la casa más cercana; llamó al timbre con la esperanza que le dieran de beber, pero no contestaron. Fue a la siguiente y golpeó la puerta. Obtuvo la misma respuesta.


         Tuvo ganas de llorar aunque no pudo hacerlo puesto que ya no le quedaba líquido en su cuerpo, entonces se sintió mareado, notó que no tenía fuerza y, como pudo, se acercó al mínimo espacio que había entre dos coches aparcados y agarrándose al maletero de uno se fue desplomando hasta quedar sentado en el bordillo de la acera. Y con un brazo apoyado en el parachoques del vehículo y con la otra mano agarrada a las defensas del otro automóvil musitó con la escasa energía que le quedaba: Agua, agua...

 



          Permaneció en esta situación un tiempo eterno para él, hasta que al levantar los ojos del suelo se halló ante un perro negro que, inmóvil, le miraba fijamente. Luego su cuerpo se desplomó sobre el ardiente asfalto y la última sensación que recordó fue la de la lengua del perro lamiendo su piel en una húmeda caricia.

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